La hormiguita que se sale de la fila
No era la primera vez que Félix nos sorprendía a todos con una decisión relativa a su futuro profesional. Una de esas decisiones difíciles de entender a la primera mirada y que, los más desprevenidos y escépticos, o tal vez envidiosos, solían criticar.
Habíamos trabajado varios años juntos entre los 20 y los 30 años, dando nuestros primeros pasos en una importante corporación multinacional, donde ya había empezado a desplegar su capacidad, facilidad para aprender y buen sentido para conducir gente y situaciones.
Recuerdo que era considerado por la dirección como un joven muy talentoso de alto potencial, a desarrollar. Y en esos trances estaba, cuando un día, almorzando, me sorprende diciéndome que estaba buscando trabajo.
Ante mi sorpresa, me contó que, si bien podía considerarse bastante conforme y se reconocía en un camino de superación, tanto en lo laboral como en lo personal, necesitaba un cambio.
Ir a otro sector de la economía, más moderno, más actualizado, más pujante. Me dijo algo así: “vos y yo venimos haciendo carrera y estamos en buena consideración de los jefes… pero siempre nos ven como los pibes que vienen creciendo… en otro lado ya nos van a conocer creciditos y nos van a mirar diferente”.
Me confesó que sentía que a él todo le costaba más esfuerzo, más tiempo, más méritos. Algo así como que nadie es profeta en su tierra… y en la empresa, que es su escuela, tampoco.
Algo entendí porque hacía un par de semanas mi jefe me había dicho, acuciado por mis demandas de nuevas tareas, nuevos desafíos, que no me apurara, que iba bien, que no fuera ansioso, que hacía pocos años, para llegar hasta ahí, tenía que salir de mi casa a las 6 de la mañana y tomar dos ómnibus.
Muy probablemente a Félix le pasaba algo similar, aún más contundente, tenía sus planes, sus tiempos, su propensión a estar siempre ante nuevos desafíos que le permitieran ponerse a prueba, demostrar y demostrarse que podía. Siempre me contaba que le gustaba esa idea de empezar de nuevo, cambiar de aire, superar etapas, fijarse objetivos, cumplir metas, cada tanto, tener la oportunidad de probar sus fuerzas, renovarse con mayores desafíos lo recargaba de energías
Y así fue… en un par de meses vino con la noticia de que se iba para una empresa de otro rubro, se dedicaban a la importación y fabricación de artículos vinculados a la construcción.
Algunos vaivenes, promesas de futuro y hasta una contraoferta, no fueron suficiente estímulo para apagar su entusiasmo por el cambio… y se marchó en medio de nuestra incomprensión y reconocimiento.
Nos manteníamos en contacto esporádicamente y en la nueva etapa todo parecía indicar que su carrera seguía firme y ascendente.
Una vez nos encontramos en el aeropuerto y me comentó que, luego de algo más de dos años, le gustaba su trabajo, ganaba muy bien y su desarrollo ahí era bastante acelerado, pero no sentía mucha afinidad con el estilo de la empresa y cada vez le resultaba más insoportable el carácter volcánico e irrefrenable de su jefe.
Al poco tiempo, me enteré que, en otra de esas decisiones no muy entendibles para su entorno, había aceptado una posición gerencial en una empresa argentina que se aprestaba a radicarse en nuestro país, colega de la anterior y con fuertes planes de desarrollo en la región. Una aventura que se iniciaba, un emprendimiento llevado adelante por empresarios que, frustrados por las inestabilidades de Argentina, querían probar suerte en el exterior.
Promediando esa década me fui a radicar a Bueno Aires y mis contactos con él se espaciaron bastante. Luego de unos años, nos encontramos casualmente allá en una reunión de cámaras empresariales y me enteré que éramos casi vecinos, vivíamos a pocas cuadras de distancia.
Ya ocupaba una posición de dirección estando a cargo del desarrollo comercial regional de un importante grupo empresario de cerámicas y maderas, con negocios en Brasil, Argentina y Paraguay. Me contó sobre sus fundadas expectativas de poder comprar una parte minoritaria del paquete accionario que le había sido ofrecido como parte de un esquema de compensación y retención.
Dada nuestra descubierta vecindad y los encuentros frecuentes planeados, tuve oportunidad de seguir de cerca este proceso y su tránsito a socio director. En algunos años fue constituyendo una posición patrimonial muy importante respaldada por ingresos de muy buen nivel.
Además de su posición de socio minoritario, luego de algunos años, se había convertido en el número dos del grupo y la persona identificada como el sucesor del principal socio y director general, ya pensando en el retiro.
Un día, en ese período, le comenté que yo estaba llegando a 50 años y estaba planificando mi retiro de la Corporación que me ocupaba. Después de escucharme con interés, era buen oyente y empático, hizo preguntas mostrando curiosidad por los detalles de mis planes futuros, hurgando en mis prioridades y motivaciones.
De repente, sorprendiéndome una vez más, me dijo que él estaba en lo mismo, realmente se sentía casi que completamente satisfecho tanto en términos personales como económicos con su actual actividad. Reconocía con cierto regocijo un presente pleno y un futuro por demás prometedor, pero tenía algunas inquietudes e ideas en maceración que estaba seguro lo conducirían hacia otro camino.
Su rol como accionista lo fortalecía como empresario y además era una figura muy importante dentro de la organización. Pero le producía cierta incomodidad su grado de dependencia tan importante de esa fuente de ingresos, suculenta pero única donde muchas decisiones cruciales reconocían una matriz demasiado familiar y emocional para su estilo más “corporate”.
Ciertas tenues rivalidades familiares manejadas en forma socialmente aceptable, un sistema de preferencias y simpatías basado en compromisos históricos, los afectos determinando decisiones y la necesidad de colocar algunos alfiles en los puestos gerenciales y de directorio por parte de los accionistas dominantes, aparecían como un cuño familiar que no terminaba de digerir, una sombra en el horizonte.